2 de enero de 2007

DQ18 Exclusiva

Office
En la soledad de mi oficina. Enfrentado a mi teclado. Iniciamos un diálogo que se disfraza de monólogo. Por un lado yo: la máquina, por otro el teclado: la emoción. Dos entes distintos, uno dominante y otro sublevado. Desde el rincón en el que habita mi oficina, la oscuridad precede al estallido sonoro de teclas y murmullos. Y desde un punto concreto de la negrura emerge disonante la revolución de las ideas. Entre el tap, tap, TAP de las teclas, se sienten gritos lejanos de los principios olvidados. Y desde el Tártaro hace gala toda una titanomaquia entre titán y titánide. Encarnizada lucha socrática y banal. La semántica mana con tanta fluidez como la contundencia de los significantes. El entorno se desvanece ante la dureza de las teclas y de la irritación de la luz que proyecta la pantalla. El diálogo se torna encarnizado, pues entra en juego la liberación del imaginario. Fantasmas brotan y sobrepasan los rayos catódicos. Pasiones reprimidas eclosionan en el hueco vacío de la estancia. La cólera del engañado amamanta el rencor que crece sangriento sobre la verdad y la justicia inalterable, ciega. La salita se convertirá en un telenoticias personal y transferible que sin pudor muestra las vejaciones del ser. Pero la emoción consciente de su verdadero talante pinta falsas realidades que permiten la tregua intermitente, lo justo para un respiro. Hasta que el TAP TAP TAP violento estalla sobre la armonía esposando al teclado en la mesa, privando la libertad de soñar, volar, brotar y defenderse. La dialéctica se convirtió en sermón. Y en un intento ahogado de última voluntad la emoción morirá para dejar en blanco su espacio. Y la soledad y los heridos y los muertos y los civiles y los desastres de la razón decoran la oficina habiendo derrocado cualquier imagen que pudiera recordar a la dictadura de la emoción.

retazo humano
Un pellejo menos se dice para sí mientras observa inmutable como se arranca la piel. Y tras una ligera mueca de molestia, continúa con la misma actitud. La penitencia se la pone cada uno. Nació siendo honesto, como la mayoría de los hombres y mujeres. Creyó poder aferrarse a sus ideales, que nada podría transformarlos y que nada se los haría quebrantar o saltárselos. Pero en una noche comprendió que era igual de vulgar y mezquino que el resto de la humanidad. Descubrió que no sirve de nada luchar por quien no se quiere ser si cuando se encuentra la oportunidad rompemos con todo por un capricho que dura menos que el lamento de la comprensión del acto. Se arranca la piel para intentar ver quien realmente es. Pero no es su propia piel la que se arranca sino el maquillaje, el disfraz con el que engaña al mundo. Tan convencido de su pecado, de su traición a sí mismo, que continuará desgarrándose la piel hasta que encuentre el consuelo en el dolor. Siguió horas y horas arrancándose la piel a tiras, sollozando y sintiendo el vacío en su interior. Fue en el momento de derramar las primeras lágrimas en un mar de su propia sangre, en el que había destruido su cuerpo, se sintió bien. Pues ya no era él, el traidor, si no ÉL, el verdadero. Y al obtenerlo se condenó a la marginación de la soledad el dolor y el silencio del miedo a volver a traicionarse. Satisfecho de su purificación se vendó como pudo y desapareció. Partió allá donde el temor a la tentación le era inalcanzable. Y murió con el terror a ser encontrado.