9 de agosto de 2011

Ósculo

El verano corría por sus venas. Eran jóvenes. Pleno mes de Julio y el calor se había instaurado tanto sobre ellos como en ellos. Alberto era algo mayor que ella, o quizá debería decir que Sandra era algo más joven que él. La noche hacía horas que ya había consolidado su reino, y ambos, acariciando la madrugada, iban paseando juntos por el paseo marítimo, frente a los restaurantes junto al puerto deportivo infestado por barcos, yates y llauds. Alberto empujaba con su enjuto cuerpo la moto de baja cilindrada mientras que Sandra lo acompañaba hablándole y sonriéndole constantemente. Habían estado tomando varias cervezas hasta que les echaron del local y les puso rumbo a su casa. Iban a buen ritmo, pero las cervezas a él, bebedor novato para impresionarla, le habían hecho mella y a poco más de la mitad del camino le pidió descansar un poco, justo en la mitad de una explanada. Alberto le puso el pie a la moto y se sentó encima. Sandra se reía de él. Alberto estaba algo afectado por el alcohol, pero estaba lejos de sentirse ebrio o incapaz o tan siquiera inconsciente de lo que sucedía, sin embargo desde donde estaba sentado observaba a Sandra con su piel tostada por el sol, su pelo moreno y sus ojos entrecerrados y coquetos, entonces se percató que no estaba borracho, no obstante se dio cuenta que se había enamorado sin darse cuenta.
Sandra, desde algo más abajo veía a ese chico flaco y sin chiste pero hiperactivo y parlanchín. Le hizo gracia. De pronto, sin mucho qué hablar de por medio se fueron acercando furtivamente, tan sutil que cuando se vieron juntos no supieron cómo fue, para ese entonces ya no sentían ninguno de los dos los efectos de esas cervezas coartadas. De pronto, ya no hacía calor y no querían separarse. De pronto, Sandra fue acercándose a Alberto lentamente hasta que lo besó.

Ese fue el primer beso de Alberto. Sintió los labios de Sandra acariciando los suyos, lentamente, él también. Para Alberto era tan nuevo todo que sus sentimientos no tuvieron lugar en ese momento, estaba analizando cada sensación, cada movimiento, cada invasión. Su corazón iba acelerado. Él respondió al beso como mejor pudo, imitándola, si iba lenta él iba lento, si en cambio iba rápida él iba rápido. Así durante un rato, cuando sus labios ya se habían reconocido, sus bocas se abrieron y entró en escena la lengua. Aún más desconocida para Alberto, empezó a recorrer su boca en busca de su símil. Por la cabeza de Alberto pasaban decenas de pensamientos, cientos si hablamos de los que no era consciente, no entendía el valor real del beso. No entendía el valor de los roces de tejidos epidérmicos y saliva, sin embargo él quería estar a la altura y le siguió el juego. Sandra le estaba educando sin saberlo. Estuvieron un buen rato besándose, o lo que Alberto aprendió lo que era besar. Estuvieron tanto rato como las llamas del incendio se extinguieron, y como tal quema las brasas y los humos ya en extinción fueron los pequeños besos que los fue frenando, que los fue separando. Con el corazón sobrecogido se miraron con una sonrisa contenida y una mirada cómplice.

Reanudaron la marcha. El viaje de vuelta fue zancadilleado por los furtivos besos que se robaban mutuamente. Finalmente llegaron frente a la casa de Sandra. Se despidieron con otro beso y ella se introdujo con rapidez involuntaria en el chalet y se metió en la casa, no sin antes voltearse y sonreírle. Alberto inició el largo camino a casa.

Esa noche se durmió contento, se durmió ansioso.
Al día siguiente, sin pensarlo, dio su primer beso a Sandra.

8 de agosto de 2011

A tientas

Regresamos a La Habana invadidos por la oscuridad. Tras haber resistido al huracán Dennis, volvimos. Llenos de incertidumbre, atravesamos la espesa negrura con sabor a ron. Vagas fueron las indicaciones que con desorientados pasos supimos seguir. Atravesamos un garaje vacío acompañados por una señora alegre y cautelosa, estaba infringiendo la ley. En medio de la oscuridad vislumbramos la tenue luz de una candela. Hacía calor, nuestros cuerpos sudaban, quizás por la carga de nuestras mochilas o tal vez por la acentuada humedad. La cálida luz iluminaba el rostro de una niña. Pasamos por su lado saludándola, nos sonrió. Estábamos atravesando la sala de estar que daba a una escaleras y a la entrada principal, de ésta última se escuchaba una guitarra y un ajetreo festivo. Sin embargo, subimos las escaleras. Nos separamos en dos habitaciones y nos acomodamos.

Al poco rato, y con ropa fresca nos encontramos en la escalera. En la indefinida oscuridad descendimos sujetos a lo que intuimos, era una balaustrada. La música, que procedía del exterior, fue nuestra guía. Finalmente, atravesamos la sala de estar y cruzamos la puerta. Tras la oscuridad, luz. Nunca antes unas pocas velas habían iluminado tanto un espacio. Y desnudos de oscuridad, nos vieron todos. Y todos nos miraron.

Ese instante, que fueron segundos, no existió silencio incómodo o murmullos desagradables. Tan sólo los acordes de una guitarra y una voz melódica y de autor con regustos mediterráneos. Fuimos invitados a compartir, y así lo hicimos. Nos invitaron a ron y a platicar, porque hablar en esa situación era ya demasiado vulgar, y porque en Cuba, no se habla, se platica.
Cerca nuestro había un alto y escuálido tipo inglés que bailaba con muy descoordinada gracia, lo que pretendía ser salsa, con una joven. Me pareció bien. La música se detuvo, y el tipo de la guitarra nos preguntó varias cosas, ahora no recuerdo bien el qué. Conversamos poco rato, y sin poner resistencia volvió a raspar la guitarra. Y en la oscuridad: “Cuando se vaya la luz mi negra...”. Fue entonces cuando lo comprendí todo. La gente acompañaba a su músico en las letras. Y yo, y creo que todos los que estaban conmigo, mirábamos creo que emocionados, la escena. Tan sólo podía seguir con mis ojos al sujeto mal definido y a su son con mis oídos. De pronto, y sin darnos cuenta bailábamos con un mechero, tranquilos y ligeramente sinuosos, dóciles. Al terminar la canción, tuvimos un blues, la oscuridad y el silencio.
Ya era tarde. Decidimos y a dar una vuelta y tomar algo por ahí. Nos despedimos con cortesía y alegría, para no ser menos, para no hacer el feo. A tintas, y alejándonos de la la tenue luz, alcanzamos la calle. Mejor indicados atravesamos la calle y descendimos hacia el Malecón. Perdiéndonos así, en la negra mulata que es la verdadera noche cubana; que sólo a tientas y con manos exploradoras consigue uno orientarse en ella.

Este texto, lo debía desde hace mucho, a mí mismo. Quizás lo vuelva a revisitar y le haga unos arreglos o lo amplíe. La memoria y el romanticismo es selectivo. Haciendo justicia a este post.

2 de agosto de 2011

Recuerdos que son olvido; y luego: la nada

Así fue cómo Lucifer entró en mí, y me sacó lo poco que me quedaba de dignidad, y de corazón. Me lo quitó todo, y me quedé vacío. Ése fue el último recuerdo que me dejó Lucifer; para irse tan lejos que ni mi adicción a ella la podía, siquiera, alcanzarla. Ya no tengo su adicción ni a ella, pero aún así todavía me sorprendo buscándola en vano por las cuevas de la perdición y el pecado. Esa es la huella que deja Lucifer. Para nosotros ya no hay salvación, pues estamos vacíos.

El destino, al saberse, se suicidó


El eterno estertor de un destino en el que no creo.
¿O acaso es el estertor y eterno recuerdo de un incrédulo y burlón destino?