28 de febrero de 2012

Gloria cenicienta

Muchedumbre hueca a mi alrededor. Miradas inertes. El gris impera en sus ojos, en su piel, en su ropa, en sus palabras. Comisuras rígidas con ligeras grietas de inútiles intentos de sonrisa. Son un manto ceniciento sobre la ciudad, que la adormece al inhalarlos. Asfixia. Todo se contamina por osmosis. Estamos condenados. La ciudad es ya tan fría como los corazones inertes que lo habitan. Corazones cuyos latidos sólo impulsan las putrefactas cenizas de la vida que hace tiempo atrás fueron.

20 de febrero de 2012

Nacer

Los movimientos antinaturales. Las manos represoras. El frío.
Apretaba los puños con toda la ira con la que un ser de semejante tamaño e indefenso podía hacerlo. La cuerda, su seguro, no estaba funcionando y su destierro era inminente e irreversible. Al sentir su pie. El hecho de sentirlo, le estremeció. Fue por ello que sacando fuerzas de flaqueza, intentó en balde resistir ante aquel enemigo imbatible. Las manos que lo amarraban, le dañaban. Sufría por primera vez, le hacían daño. Y agarrándose desesperado a cualquier cosa que hubiera a su alrededor, se resistía. Sin embargo, no había nada que hacer. Sus extremidades empezaban a destemplarse. El pánico le tenía invadido, estaba a punto de verse desterrado de su hogar.

Finalmente, exhausto, cedió, se dio por vencido. Abrigado por el inhóspito frío, empezó a notar como le ardían los pulmones. Los ojos se le resecaban rápidamente y por ello se vio obligado a cerrarlos dejándole ciego. Agitando inútilmente contra el viento sus puños para defenderse de su agresor. No articulaba ningún ruido ni palabra. No sabía dónde se encontraba ni mucho menos cómo reaccionar.

De repente, siendo consciente de golpe, estalló en llanto. Sintió el dolor. Sintió el frío. Sintió que sentía. Y fue entonces que se dio cuenta de que acaba de nacer. No podía hacer otra cosa más que llorar, llorar y llorar. Su llanto desgarrado nadie lo podía calmar por más que lo intentaran.
Sabía que tarde o temprano iba a morir inevitablemente.

4 de febrero de 2012

Leonora o la cebolla que no llora

Leonora o la cebolla que no llora

A Leonora le gustaba jugar al escondite en el bosque, siempre a finales de otoño, mientras las agonizantes hojas de los árboles caían a tiempos desincronizados, inertes. Disfrutaba perdiéndose entre los sonidos de sus pisadas a la vez que éstas se confundían con el de su falda, al tiempo en que se adentraba con tenacidad en la caduca espesura. Por lo general ya tenía elegidos aquellos escondites que le satisfacían más, no obstante aquel día quería probar con algo, nuevo, que se traía en mente. Se había cansado de encaramarse a las ramas de los árboles, de acurrucarse junto a las piedras o dentro de los troncos huecos y vencidos invadidos por el musgo. Por ello, se adentró más de lo usual en el bosque, lo suficiente para tener el tiempo justo de prepararse y esconderse.
Dejó de crujir y miró a su alrededor, luego al horizonte para confirmar que no estaba cerca de ningún linde del bosque. Se sonrió. Se agachó. Acto seguido las hojas comenzaron a volar y con sus manos empezó a escarbar un ancho agujero; ensuciándose.
El sol iniciaba su descenso. Una voz que le pareció lejana, la alertó. Rápidamente y sin pensarlo demasiado comenzó a esconderse. Sonreía con picardía. Poco a poco fueron sonándose numerosas pisadas que se confundían con sus faldas. Se alejaron llevándose consigo el nombre de... Leonora se sentía orgullosa de su ingenio, y no podía borrar una abierta sonrisa de su cara.

La tarde sucumbía y los truenos se hacían notar en la tierra.
A las cebollas no les gusta el agua. Es por ello que siempre que se avecinan nubes de tormenta salen corriendo como almas que las lleva el diablo en busca de un lugar donde guarecerse y si se alcanzan a mojar emiten un chillido mientras que con la pena que conlleva se ponen a llorar.

Leonora ya había perdido la esperanza de verse descubierta, y con cierto desencanto, como aquel del criminal que busca en el fondo ser encontrado por su perseguidor, empezaba a prepararse para salir de su gran escondite.
Fue justo en ese momento, y no antes ni después que un chillido polifónico cruzó entre los árboles llegando hasta ella. Entonces se alarmó. Se apresuró para salir de su escondite. Pero fue en balde. El chillido la había alcanzado. Le cayó tanta agua encima que la tierra se humedeció y le resultó fácil salir, sin embargo no lloraba. En ese mismo instante un golpe fuerte la sacó de su perfecto escondite y la hizo rodar por el suelo. Al enderzarse, otro baño le caía encima, alzó su mirada y se quedó pálida.
Veía a sus hermanas empapadas, amontonadas dentro de una red, llorando sobre ella. La enorme pierna del gigante al pasar por su lado hizo que su falda se levantara mostrando todas las vergüenzas traslúcidas, a lo que ella reaccionó dando sus mejores esfuerzos para evitarlo. Cuando se hubo calmado el vendaval ya llovía, como nunca antes, y Leonora no fue capaz ni de correr ni de llorar tan siquiera una sola lágrima. Sólo se quedó ahí, pasmada, viéndolas alejarse, guardándose para sí otro tipo de lágrimas.

Así fue como Leonora se convirtió en la primera de las muchas cebollas que ya no llorarían, pero que sin embargo, sí compartirían su llanto con cualquiera que les volviera a infligir cualquier daño.