15 de agosto de 2018

Sapiens

Alberto era un hombre pensativo. En serio, pensaba mucho, a veces demasiado. No obstante tenía grandes conversaciones ficticias en su cabeza. Pensaba tanto las cosas, las reacciones, los diálogos,... que prácticamente no hablaba más que para lo necesario y siempre con tedio.

Entre pensamiento y pensamiento otras historias brotaban de su cabeza. Grandes historias. Minúsculas anécdotas. Cuentos con moraleja. Relatos tórridos. Personajes estoicos e inverosímiles. Decenas de acontecimientos literarios nacían de sus pensamientos, y siempre se decía a sí mismo "lo tengo que contar", "lo voy a contar". Pero nunca lo hacía. Sus historias por increíbles y épicas que fueran no disponían de la relevancia necesaria para Alberto. Para darse su tiempo y darles luz.

Pero Alberto siempre pensaba en que tenía que escribir sus historias, aún a sabiendas que no lo haría, se robaba el tiempo en pensarlas, a pesar que no las escribiría por estar pensándolas.

Y así nuestro gris escritor esbozaba historias en su cuaderno cerebral, siempre lleno de cuentos chinos, japoneses, árabes, teutones,... Hazañas anotadas en un papel poroso, tan frágil como su estabilidad mental, invisible y volátil que al regresar a él éste se había borrado por la cotidianidad y la postergación.

Pero un día, dejó de pensar. No intentó tan siquiera filtrar. Agarró su historia, fresca y fuerte y la plasmó en un papel. Plantó cara y dorso, y sobre el blanco nuclear maculado, la tinta negra, fue una gota de color en el gris lienzo que era Alberto.

Era finales de otoño y una hermosa primavera estaba a la vuelta de la esquina.

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