El viento de Sahara había mandado una ola de calor que pocos resistían; los ancianos fallecían y los niños agonizaban mientras que los adultos maldecían su suerte. Era un viento negro que en las noches se llevaba con su mano de negra muerte a los grillos titubeantes entre todos los hombres y mujeres. Sofocante eran los días en aquellos lugares en donde por azares de la naturaleza o por divina maldad la línea de la vida, escritas en las palmas de las rocas, era acribillada con tosca ansia y sedienta violencia desatada. Venganza del tiempo y justicia ciega, desnivelada. Cada temporada anacrónica del clima estival lapidaba brutalmente a la región, con especial vehemencia a Acronem. Una pequeña meseta sobre un océano de arena, donde hace mucho tiempo atrás se encontraba la extinta Iberia. En Acronem, de habitantes seniles y de tez oscura, dura y agrietada, se vive de la pesca de sal en la costa Posmesa que corresponde al litoral del territorio del norte, donde aún se encuentra comida de forma soportable en el único momento del día en el que se puede conseguir, en el cenit solar de Acronem. El día es silencioso, es mortal. Por la noche siempre se celebra una despedida brindando con agua del pozo, del que cada vez ya sea por la evaporación o por las olas de médanos cuesta más extraer, para suavizar la salada agua con las que los despedidos les brindan. En raras ocasiones se celebra una noche sin despedidas, es entonces cuando los niños danzan alrededor de las hogueras danzantes mientras que los hombres y las mujeres pueden mirar al cielo estrellado sin mares que se les interponga ante la mirada de los reyes caídos. Al caer la noche todos sucumben ante el alba, y tras de eso corren a enterrarse en vida hasta que la salada muerte les invite a salir.