Las páginas se abrieron ante él. Y antes de que empezara a leer lo que en ellas había, el olor, se apoderó del recuerdo. Se encontraba frente a un libro de último curso de primaria. Tenía doce años. Por aquel entonces la segunda jornada de escuela empezaba a las tres de la tarde, se hacía sentir el bochorno de mediados de septiembre. La hora de la siesta. Las persianas estaban semicerradas y todos en el aula en silencio, casi sepulcral, haciendo la lectura. Era el primer día de clase. Los libros estaban recién forrados y de fondo se oía como alguien jugaba con las burbujas de torpeza de algún padre. El aula había sido invadida por ese olor que a muchos no les gusta, y que en cambio a él le fascinaba, era ese olor a nuevo que se apoderó de todas las tardes de su infancia. Cada nueva lección venía precedida con el aroma del conocimiento. Con el tiempo se gestó en él la idea de que ésa era la verdadera esencia del saber. Y ni las peleas, ni palizas, ni tan siquiera castigos o los miedos de no tener la tarea realizada le podían arrebatar esa sensación placentera.
Un golpe suave pero certero en la nuca lo volvió en sí, abstrayéndolo de su recuerdo. Era ella, con su clásica introducción a su beso. “¡Despistado! Te veo a la noche”, y ella, tal como vino, se fue, cerrando la puerta con suavidad.
Por un instante se perdió en su vacío particular, y enseguida, impulsado se centró en las hojas que tenía en frente dispuesto a sumergirse en aquellas páginas que esperaba que reposaran algún saber desconocido. Cuando se quiso dar cuenta, las páginas que tenía frente a él, se encontraban todas en blanco. Estaba frente a una lección a la que jamás se hubiera imaginado enfrentar…