A Ginger ya pocas cosas la lograban sorprender.
A sus trece años disfrutaba subir al tejado y sentarse a observar el mundo, cerca del mar. En la distancia podía ver su mundo, el que ella entendía como normal, sólido, imperecedero. Prefería subir en las mañanas que en las tardes, decía que el mundo es más bello cuando le ves abrir los ojos y limpiarse con el agua del rocío.
Sentada, mirando alrededor de la colina en la que se encontraba su casa, la zona más alta de la ciudad, veía como todo se abría al mundo como las flores en la mañana.
Así, poco a poco, se empezó a despertar su universo. El cielo acuoso empezaba a aclararse, a abandonar los tonos azules oscuros de la noche por otros más claros caminando hacia los turquesas. Y lentamente los peces celestes comenzaban a surcar los mares del cielo. El sol, limpio, salió de la oscuridad de la nocturna mar y empezó a repartir su calor erizando las mejillas de Ginger. Ella se las acarició y sonrió.
El propio vapor del sol producía centenares de arco iris multicolores que se extendían sobre el ancho y vasto mar, más aturquesado por momentos. La ciudad y sus habitantes despertaban abriendo las ventanas de sus casas o estirando los brazos hacia el cielo recibiendo el nuevo día desde su balcón.
Poco a poco las burbujas que velaban la intimidad de las casas se rompían y de ellas surgían las personas que en ellas habitaban. Y como era costumbre, por ser verano, esposos de sus esposas salían a trabajar, hijos de sus madres salían a jugar, hermanos de sus hermanos salían a hacer los recados, las novias de sus novios se despertaban al verse en la cafetería, y así todos empezaban su día.
El cielo ya se encontraba totalmente turquesa, era alrededor de mediodía, y éste ya se encontraba lleno de todo tipo de habitantes del mar-cielo: cetáceos, siluros, vivíparos, carácidos, anabántidos, cíclidos, y varios centenares más. Ginger miró hacia arriba. El cielo estaba a un palmo de su nariz, llegados a ese momento siempre recordaba porqué las casas no podían tener más altura. Se quedó atónita, como siempre, mirando el cielo-agua. Mirando su reflejo, esperando en vano que le cayera, aunque fuere, una sola gota. Nunca pasó. Al salir de su absorta mirada se descubrió siendo absortamente observada por un espantado pez globo. Ninguno de los dos se movió. Finalmente el pez se relajó, quitó su cara de espanto, que era realmente lo que tenía tensa a Ginger, y la sonrió. En el mismo acto se acercó a la tierra para comer algo de plancton.
Ginger se quedó unos segundos mirándolo, pensativa. Despertó de su pensamiento con una sonrisa de idea genial.
Comenzó a deshilachar un hilo de su suéter, que le andaba molestando desde hace unos días, procurando esta vez de no romperlo, tratando así conseguir la mayor cantidad posible. El pez globo se quedó mirando con curiosidad. Con el hilo en las manos se enderezó e hizo algo que nunca nadie había hecho: metió las manos en el cielo-mar.
Era agua, el cielo, definitivamente, era agua. El pez globo, sin razones para asustarse, se quedó mirando expectante. En lo que Ginger con cuidado y picardía anudó el hilo a la cola del pez globo, éste al notarlo se infló con cara de espanto pero sin sacar las espinas. Ginger sonriente sacó las manos del cielo, y al tenerlas nuevamente afuera se percató que ya no existía la sensación de la cálida humedad, de que sus manos y brazos estaban completamente secos. Ello no la distrajo mucho y miró al pez globo sonriente tomando todo el montón de hilo que había podido reunir en la mano. Se sentó nuevamente.
En la distancia, en las afueras de la ciudad podía ver a un grupo de chicos y chicas de su edad formando un círculo entorno a algo. Ya cansada, y habiendo visto ya el despertar del mundo, se dirigió hacia allá con su pez globo tomado de un hilo.
Todos vieron llegar a Ginger con hilo que se elevaba hacia el cielo-mar, y entre exclamaciones y asombros se distinguía al pez globo. Pronto salieron de su sorpresa y le pidieron a Ginger que fuera a ver lo mismo que ellos miraban.
Ginger, con calma, se abrió paso entre la gente hasta llegar, finalmente, al centro del corro que se había formado. Un fino hilo de agua caía del cielo-mar a tierra y creaba en el suelo un patético riachuelo. Ginger, se encaró al evento y puso la mano sobre el chorrito de agua. Era la misma sensación que cuando anudó al pez globo. Al retirar la mano, ésta estaba seca de igual forma que la última vez. De repente el ruido de una enorme burbuja de aire se introdujo en el cielo-agua, y acto seguido el chorro de agua comenzó a aumentar de tamaño y en cantidad. Todos los presentes, alarmados, salieron ahuyentados por el evento. Ginger se quedó. Empezó a notar cómo, lo que era el patético riachuelo ahora ya era algo mucho más grande que la mantenía en tierra y alejaba su cielo-mar de ella. Apretó con fuerza el hilo entre sus dedos, pero el pez globo también estaba asustado y el cielo-mar se lo llevó.
Ginger se quedó mirando desconsolada cómo su mar de agua se alejaba más rápido de lo deseado. Y con el su pez globo, llevándose con él toda su inocencia.
Con el agua por las rodillas, se arrodilló abatida y unió sus lágrimas con el río que sería su vida.