En las últimas semanas de primavera, la familia Cannavaro se desplazaba, como era ya costumbre de forma anual, a su villa de la costa. Una modesta casa afincada en el litoral mediterráneo.
La ilusión había calado hondo entre los más pequeños de la familia, imaginándose en la libertad que les otorgaba las bien merecidas vacaciones de verano. Era habitual por entonces que en el mismo día en que los hijos de los Cannavaro finalizaban su instrucción anual, marcharan hacia su Villa a iniciar la temporada estival. El señor y la señora Cannavaro eran empresarios de varios negocios por la región y utilizaban la Villa como un centro de operaciones en el que poder seguir trabajando mientras sus cinco hijos se distraían en el campo sin que les estorbaran.
El sol no llegaba al mediodía cuando llegaron a la Villa. Tras algunos contados fines de semana, el caserío, se encontraba deshabitado el resto del año. Del coche se bajaron las hijas y el único hijo varón de la familia, Filipo. Junto a ellos, casi lanzándolos del coche, su Nana, una recta pero dulce mujer mayor que en la medida de lo posible los mantenía a raya.
Los padres tomaron la iniciativa y las maletas, y se dirigieron a la casa. Tras ellos, en descoordinada y aleatoria formación militar, les siguió el resto de la familia.
Al abrirse la puerta, los rayos del sol entraron con diluida timidez descubriendo al tiempo las desnudas partículas de polvo abandonadas, flotando hacia ningún lugar por el recibidor. La Nana musitó, y aún con el gesto torcido se lanzó disparada a abrir todas las ventanas de la casa entre las risas de los soldados rasos. El padre ordenó que se instalaran dando a todos sus hijos las instrucciones de cómo y de qué forma debían hacerlo. Todos obedecieron.
En la parte trasera de la casa había un olivo con una gran mesa bajo su protección. A varios metros, una especie de garaje o granero, quizás ambas cosas a la vez, con las puertas abiertas de par en par pero lleno de mugre y muerte descompuesta sobre todo. La mesa del olivo fue siempre la piedra angular de la Villa, pues era allí, como en esta ocasión, donde los Cannavaro pasaban las horas comiendo en familia en interminables sobremesas con sus invitados mientras la chamacada siesteaba o andaban cazando saltamontes.
La última persona en sentarse fue la Nana, que cargaba el pan recién horneado. Comieron con el apetito que otorga una mudanza estacional. Nadie dijo ni una palabra hasta que los platos quedaron vacíos.
La siesta alcanzó a las hijas de los Cannavaro, mientras que los padres decidieron aprovechar para ir al despacho a ordenar la documentación. Tan sólo quedaron la Nana y Filipo, que siempre rehuía de la siesta porque le resultaba una pérdida de tiempo si no tenía sueño.
La Nana, que ya sabía cómo se las gastaba el niño le sugirió que le ayudase a limpiar el garaje prometiéndole que si entre tanta mugre encontraba algún tesoro, se lo podría quedar. Ni Filipo, y ni ningún otro niño hubiera podido rechazar jamás una oferta así. Sin vacilar, aceptó.
Se introdujeron en aquel lugar, que una vez dentro no era ni tan oscuro ni tan lúgubre como desde afuera le había resultado a Filipo. Los rayos de sol de la media tarde se colaban por entre las ventanas altas y las juntas desplazadas, que entre ellas se producían huecos. La Nana empezó a sacudir el suelo con la escoba mientras que el niño se lanzó en su búsqueda, que consistía en ir retirando trastes al exterior del granero motivado por el afán de un posible tesoro.
Filipo ya había hecho la digestión entre tanto trajín, y ni un solo indicio de algún botín perdido.
La Nana se había ataviado un pañuelo en la cabeza para no ensuciarse de las molestas partículas de polvo que sacudía con cada golpe de trapo o escobazo hacia el exterior. De vez en cuando observaba al niño para asegurarse que estaba bien. Y lo estaba, en ese momento estaba encaramado en un estante buscando sin cesar una recompensa a tanto esfuerzo.
Un chillido agudo sobresaltó a la Nana, que alzó la vista veloz cual cazador hacia Filipo. El niño estaba dando el brinco del estante gritando "¡Ratones, ratones!". Para cuando había terminado de dar la alarma se encontraba ya en la puerta del establo. La Nana empezó a decirle que los echara o los matara con la escoba. Filipo, como buen soldado bajo las órdenes de su capitán recogió el valor necesario en su escuálido cuerpo y se hizo con la escoba. Arremetió contra el estante introduciendo el palo de la escoba por entre los huecos. Pronto recibió la sorpresa que del estante saltó un ratón, que desorientado, se fue hacia el niño en busca de una escapatoria.
Filipo, sin ser bien consciente sobre lo que hacía o debía hacer, lanzó la base de la escoba contra el ratón sin saber si quería empujarlo o matarlo. Un agudísimo chillido, horrendo grito de dolor punzante y muerte, salió del pequeño ratón. Filipo se quedó paralizado. El sudor frío le recorrió las terminaciones nerviosas congelándolo. No sabía qué hacer mientras miraba con pavor como agonizaba el interrumpido ratón de campo. La Nana, que era consciente de lo que había sucedido, le empezó a ordenar que lo rematara. A lo que el niño, que apenas era capaz de balbucear, se negaba. La Nana, molesta por la falta de determinación del niño, se acerco, le arrebató la escoba y mientras le gritaba que terminara lo que acababa de empezar, remató al moribundo ratón con varios golpes certeros ahogando con los secos golpes los chillidos disfónicos del ratón.
Los tres, la Nana, Filipo y el ratón se quedaron en silencio. La Nana barrió la escena del crimen y echó los restos al cubo. Filipo se alejó en silencio del granero, con andar cabizbajo y el grito de muerte resonando en su cabeza.
De ese acontecimiento, ni la Nana ni Filipo comentaron nunca nada a nadie.
El verano pasó y pese a que toda la familia Cannavaro se lo pasó muy bien en la Villa, para Filipo fue el verano en el que se supo culpable de un asesinato por el que jamás sería juzgado, condenándolo a recordar por siempre el chillido punzante del ratón y el grito de su Nana diciéndole que terminara lo que había empezado...