Tenía que volver a extender sus alas. Pero ya no las tenía. Ya no podía alzar el vuelo.
La gravedad lo atraía como al polo opuesto de un imán. Envolviéndolo en desconsolado fuego azul.
Quedaba en él la extraña sensación de sus alas extendidas, ahora extirpadas, destripadas.
La velocidad aumentaba, el fuego se avivaba con su dolor. Sus alas estallaron con un crujir seco. De lejos se pudieron ver perdiéndose en el infinito estrellado del espacio mientras su cuerpo quebraba el sonido.
Le tomó minutos volver a balancear el equilibrio. Miró hacia arriba. Aún olía a quemado y tierra mojada.
La carne ardía, sus ropas ya se habían incinerado. Atravesó la atmósfera. Su impacto era inminente.
Volvió a perder el equilibrio y cayó sobre sus rodillas. Su cuerpo expuesto, embarrado, emanaba sangre por algún punto indefinido.
Su caída incesante fue acelerada por un rayo, lascivo e innecesario. Sus gritos no se podían oír porque se estaba haciendo justicia.
Se enderezó, por su cuerpo agua lodo y sangre recorrían todas sus fronteras, desconocidas para él.
El suelo se acercaba a velocidad de vértigo. Aún con su cuerpo flameando y rodeado por el humo de la lluvia evaporándose...
Empezó a andar. Cada paso lo pagaba con sudor. Empezó a avanzar sintiendo el dolor de su desnudez, y el odio por los límites de su confinamiento.
El impacto se pagó con ruido blanco. Lo divino se extinguió al consumar el pecado terrenal. Un enorme cráter rodeaba su mutilado cuerpo.
Avanzó jadeando hasta una gruta de piedra volcánica. Se introdujo en ella sintiendo por fin el anhelado calor, y se perdió en las tinieblas de la tierra.
Lloró, tiritaba de frío. Le dolía un peso en el pecho. Estaba desorientado, moribundo. Alzó su mirada a las estrellas, borroso por las lágrimas y el lodo, no vio nada. Ni paz, ni salvación.
Hizo un alto. Volteó una última vez al cráter. Miró para no volver a olvidarlo. Cargó con ira su mirada y se perdió en la oscuridad mascullando: “Ahora te toca a ti ver caer tu creación”.