La peziña, o cómo ceder a otras tropicofilias
Morena..., te voy a contar sobre el fruto más extraño que jamás he visto. Es raro, tan raro que no lo ha visto nadie nunca. Me paro por un instante y pienso que ya es una obsesión. De él dicen que no tiene forma definida, o color concreto, o sabor específico. Que aquel quien lo viera, sería su alma y corazón quien definiera su forma e imperfecciones. No lo buscas. No se encuentra. Simplemente, éste se aparece ante ti, sin razón aparente, sin desearlo por ninguna de las dos partes. Simplemente sucede. Y así fue.
Era verano, casi las cuatro de la mañana. Me despertó un terrible calor, tan propio de la época. Me enderecé en la cama, pese a no ser capaz de ver nada en la profunda oscuridad. Mis ojos, aún no despertaban y todavía no eran capaces de diferenciar entre sueño y realidad. Viviendo el mundo en una borrosa penumbra, lo vi. Afirmaré que en un principio no sé lo que vi, sólo sentía que era algo que no debía de estar ahí. Lo supe, pues aunque tenue, irradiaba un leve resplandor y mucho calor. Tenía ante mí, la que había sido la razón de mi despertar. Pocos segundos después, mis ojos comenzaron a enfocar débilmente. Y aquella forma confusa, tomó identidad. Era una piña, como nunca antes hubiera visto. Miré con desconfianza. Cuál fuera para mi la sorpresa, que cuando mi vista finalmente regresara iba a ser capaz de descubrir, que tenía ante mí tan insólito fruto -si se le podía llamar así-.
Era una piña que no era una piña. Sus hojas, no eran hojas si no pelo verdoso irreal. Y el cuerpo, no se veía áspero como cabe esperarse, en su lugar habían suaves, firmes y diminutos pechos livianos dando forma al fruto. No supe como reaccionar, y finalmente saqué coraje para tocarlo. Suave terciopelo. Un escalofrío. Deseo. Alejé mi mano sobresaltado. Esa sensación se quedó impregnada en mí de la forma más viva posible, más que en el mismísimo momento que en el que tuve el primer contacto. Unas ansias locas me invadieron. Parpadeé, y me abalancé sobre el fruto. Era lo más suave y fresco que jamás hubiese palpado. Tan sólo su tacto me producía placer irrefrenable. Incontenible, empecé a besar los pequeños pechos mientras con mis dedos arremolinaban las hojas, que eran pelo que eran hojas. En ese instante, siendo consciente de mi imbatible arrebato, me supe haciéndole el amor a aquel fruto.
Empecé a llorar, quería parar, pero no sabía cómo. No sabia porqué. Y mucho menos, sabia si debía... Me dejé ir. Me solté. En aquella pegajosa y oscura habitación, desaté toda mi humanidad con nadie fue compartida. Nunca me sentí tan vivo. Tan deseado. Tan completo. Tan amado. Así que sí, hice el amor con aquello que era una piña que eran pechos, pero que no era una piña. En la base había un orificio por el cual emanaba una líquida savia. Y pese a que me avergüenzo de lo que hice... volvería a hacerlo.
El desenfreno condujo la noche, y la mañana trajo la resaca. Cuando desperté todas mis sábanas estaban empapadas. No había ni rastro de aquel maravilloso fruto. En la memoria de mis manos aún estaba su tacto. No supe con seguridad si fue real o un tórrido sueño. Sólo la certeza de que ya nunca más volvería tener ese vacío en mi interior que me despertaba cada madrugada pidiendo ser llenado.