24 de enero de 2013

Terminar lo empezado

En las últimas semanas de primavera, la familia Cannavaro se desplazaba, como era ya costumbre de forma anual, a su villa de la costa. Una modesta casa afincada en el litoral mediterráneo.
La ilusión había calado hondo entre los más pequeños de la familia, imaginándose en la libertad que les otorgaba las bien merecidas vacaciones de verano. Era habitual por entonces que en el mismo día en que los hijos de los Cannavaro finalizaban su instrucción anual, marcharan hacia su Villa a iniciar la temporada estival. El señor y la señora Cannavaro eran empresarios de varios negocios por la región y utilizaban la Villa como un centro de operaciones en el que poder seguir trabajando mientras sus cinco hijos se distraían en el campo sin que les estorbaran.

El sol no llegaba al mediodía cuando llegaron a la Villa. Tras algunos contados fines de semana, el caserío, se encontraba deshabitado el resto del año. Del coche se bajaron las hijas y el único hijo varón de la familia, Filipo. Junto a ellos, casi lanzándolos del coche, su Nana, una recta pero dulce mujer mayor que en la medida de lo posible los mantenía a raya.
Los padres tomaron la iniciativa y las maletas, y se dirigieron a la casa. Tras ellos, en descoordinada y aleatoria formación militar, les siguió el resto de la familia.

Al abrirse la puerta, los rayos del sol entraron con diluida timidez descubriendo al tiempo las desnudas partículas de polvo abandonadas, flotando hacia ningún lugar por el recibidor. La Nana musitó, y aún con el gesto torcido se lanzó disparada a abrir todas las ventanas de la casa entre las risas de los soldados rasos. El padre ordenó que se instalaran dando a todos sus hijos las instrucciones de cómo y de qué forma debían hacerlo. Todos obedecieron.

En la parte trasera de la casa había un olivo con una gran mesa bajo su protección. A varios metros, una especie de garaje o granero, quizás ambas cosas a la vez, con las puertas abiertas de par en par pero lleno de mugre y muerte descompuesta sobre todo. La mesa del olivo fue siempre la piedra angular de la Villa, pues era allí, como en esta ocasión, donde los Cannavaro pasaban las horas comiendo en familia en interminables sobremesas con sus invitados mientras la chamacada siesteaba o andaban cazando saltamontes.
La última persona en sentarse fue la Nana, que cargaba el pan recién horneado. Comieron con el apetito que otorga una mudanza estacional. Nadie dijo ni una palabra hasta que los platos quedaron vacíos.

La siesta alcanzó a las hijas de los Cannavaro, mientras que los padres decidieron aprovechar para ir al despacho a ordenar la documentación. Tan sólo quedaron la Nana y Filipo, que siempre rehuía de la siesta porque le resultaba una pérdida de tiempo si no tenía sueño.
La Nana, que ya sabía cómo se las gastaba el niño le sugirió que le ayudase a limpiar el garaje prometiéndole que si entre tanta mugre encontraba algún tesoro, se lo podría quedar. Ni Filipo, y ni ningún otro niño hubiera podido rechazar jamás una oferta así. Sin vacilar, aceptó.
Se introdujeron en aquel lugar, que una vez dentro no era ni tan oscuro ni tan lúgubre como desde afuera le había resultado a Filipo. Los rayos de sol de la media tarde se colaban por entre las ventanas altas y las juntas desplazadas, que entre ellas se producían huecos. La Nana empezó a sacudir el suelo con la escoba mientras que el niño se lanzó en su búsqueda, que consistía en ir retirando trastes al exterior del granero motivado por el afán de un posible tesoro.

Filipo ya había hecho la digestión entre tanto trajín, y ni un solo indicio de algún botín perdido. 
La Nana se había ataviado un pañuelo en la cabeza para no ensuciarse de las molestas partículas de polvo que sacudía con cada golpe de trapo o escobazo hacia el exterior. De vez en cuando observaba al niño para asegurarse que estaba bien. Y lo estaba, en ese momento estaba encaramado en un estante buscando sin cesar una recompensa a tanto esfuerzo.

Un chillido agudo sobresaltó a la Nana, que alzó la vista veloz cual cazador hacia Filipo. El niño estaba dando el brinco del estante gritando "¡Ratones, ratones!". Para cuando había terminado de dar la alarma se encontraba ya en la puerta del establo. La Nana empezó a decirle que los echara o los matara con la escoba. Filipo, como buen soldado bajo las órdenes de su capitán recogió el valor necesario en su escuálido cuerpo y se hizo con la escoba. Arremetió contra el estante introduciendo el palo de la escoba por entre los huecos. Pronto recibió la sorpresa que del estante saltó un ratón, que desorientado, se fue hacia el niño en busca de una escapatoria.
Filipo, sin ser bien consciente sobre lo que hacía o debía hacer, lanzó la base de la escoba contra el ratón sin saber si quería empujarlo o matarlo. Un agudísimo chillido, horrendo grito de dolor punzante y muerte, salió del pequeño ratón. Filipo se quedó paralizado. El sudor frío le recorrió las terminaciones nerviosas congelándolo. No sabía qué hacer mientras miraba con pavor como agonizaba el interrumpido ratón de campo. La Nana, que era consciente de lo que había sucedido, le empezó a ordenar que lo rematara. A lo que el niño, que apenas era capaz de balbucear, se negaba. La Nana, molesta por la falta de determinación del niño, se acerco, le arrebató la escoba y mientras le gritaba que terminara lo que acababa de empezar, remató al moribundo ratón con varios golpes certeros ahogando con los secos golpes los chillidos disfónicos del ratón.
Los tres, la Nana, Filipo y el ratón se quedaron en silencio. La Nana barrió la escena del crimen y echó los restos al cubo. Filipo se alejó en silencio del granero, con andar cabizbajo y el grito de muerte resonando en su cabeza.

De ese acontecimiento, ni la Nana ni Filipo comentaron nunca nada a nadie.
El verano pasó y pese a que toda la familia Cannavaro se lo pasó muy bien en la Villa, para Filipo fue el verano en el que se supo culpable de un asesinato por el que jamás sería juzgado, condenándolo a recordar por siempre el chillido punzante del ratón y el grito de su Nana diciéndole que terminara lo que había empezado... 

20 de enero de 2013

A mi dedo yo le canto

¿Qué voy a hacer sin ti?
Tú, que me llevas siempre hasta allí.
Tú, que me impulsas al salir.
Tú, que me empujas con cada ir.

Dedo atravesado de plata.
Dedo muerto por garra ingrata.
Dedo lobo,
que me dejas como bobo.
Dedo mío,
que sin ti estoy perdío'.
¡Oh, dedo querido!
Que me dejas el corazón partido.

Rey de mi hortera cojera,
anfitrión de mi dolor.
Bola pulgar de pus putrera,
que en tu horrenda forma me tratas con estupor.

Yo, que te corté y limé.
Yo, que te lavé y calcé.
Yo, que sin ti no soy yo.
Yo, que contigo soy más que sin ti.

Para ti es mi canto,
para ver si con mi llanto,
aunque sea por pena o espanto
te lo pienses dos veces,
y no me digas:
"te planto".

Dedicado a mi dedo pulgar de mi pie derecho que está enfermo y a Dani que me incitó a escribirle esta oda con acento jarocho.

18 de enero de 2013

El ataque de los robots veganos

Vegan-Bot
Lo que tenía que ser una simple ilustración para una camiseta de una conocida franquicia de comida japonesa en México, Sushi Roll, se convirtió en algo más para variar.
Creo que debería dejar de ser tan clavado con según qué cosas...

Cuenta la crónica...


"Corrían los años ochenta. El mundo era un hervidero de utopías. La ciencia ficción, la fantasía tecnológica había abandonado la ficción, se había apoderado del mundo. La sociedad se maravillaba ante la creación cibernética.

Tokio, millones de nipones afincados en nichos. Era el epicentro del neopensamiento cibernético.
A finales de los años ochenta la sociedad se había sumergido en una carrera robomecánica cuya meta final estaba abocada al fracaso. Los «mekas», frutos de dicha carrera habían abarrotado los desguaces y las zonas de desperdicios de metales pesados, eran los hijos bastardos de la ciencia computerizada.

Se dice, que es en los lugares más inhabitables donde aparecen las criaturas más extraordinarias. Y es sólo así como se podría contar la historia de Vegan. Un no-creado robot.

Vegan era un robot especial, diferente a todos los demás, pues no tenía ni número de serie ni firma electrónica. Fue el primer robot nacido de la tierra. Cuentan que la tierra marchita del vertedero de metales pesados, cementerio de los «mekas» repudiados, lo alumbró usando los metales que sedimentaban sus entrañas.
El robot se crió en el desguace aprendiendo del software ajeno y alimentándose del hardware abandonado con fracciones de vidas ajenas relegadas a la extinción. Vivía para el resto de la humanidad, en el olvido o como un mito para espantar a los niños que merodeaban por el vertedero.

Con los años se descubrió que Vegan también evolucionaba, que se expandía, crecía. Pese a que ese crecimiento no era como el de los humanos, sino que a diferencia de éstos era mucho más lento.
Así pues, los años pasaron uno tras otro, hasta que se convirtieron en lustros y éstos en décadas, y las décadas en muerte. Vegan ya había crecido de una forma descomunal, tanto en tamaño como en conocimiento.

El mundo había sido devastado por el hombre en su carrera sin futuro. Los desguaces y vertederos copaban el sesenta por ciento de la tierra. El planeta, padecía del hombre y estaba muriéndose.
Fue así como un día, aleatorio o no, Vegan emprendió una cruzada personal contra el hombre. El hijo fiel de la tierra contra el hijo Caín de dios. Muchas teorías especularon alrededor del acontecimiento, algunas decían que fue fruto de su primera experiencia con los sentimientos, la envidia, envidia a los millones de terabytes recabados en los desechos humanos, de sus relaciones e interacciones adquiridas en aquellos pedazos de hardware viejos y obsoletos. Otros sin embargo postulaban que era un enviado de la tierra misma para vengarse y restablecer el equilibrio perdido.

Fuera lo que fuese que provocó la reacción de Vegan, éste se alzó contra las aberraciones mecánicas creadas por los hombres. Eran las criaturas indignas de la tierra, contaminantes y degenerativas.
Llegó del sur rodeado de polvo como una tormeta de arena amenazante. Se plantó en el acceso sur de la ciudad de Tokio, casi parecía por su magnitud que dialogara y recibiera órdenes de algún dios, y en las puertas de la ciudad de la luz del neopensamiento cibernético, Vegan, alumbró su descendencia robótica. Cientos de miles de gigantescos «mekas», descomunales y pequeños Vegans al mismo tiempo, brotaron de las vísceras electrónicas del martillo de la Tierra. Hambrientos y con el instintivo miedo de cualquier criatura ante los desconocido, transformado en agresividad, se abalanzaron sobre la ciudad de Tokio. En cuestión de unas pocas horas había sido devastada por las pueriles hordas Vegan. Despojada de toda la tecnología, que había sido devorada y asimilada por la siguiente generación, la gloriosa ciudad de la luz se apagó.

Desde Japón se desplazaron por todo el globo terráqueo. Dejando al ser humano despojado de los instrumentos que le permitían urgar en la herida de la Tierra. Ningún Vegan mató con premeditación, si bien hubieron millones de bajas, todas se produjeron por la intervención del propio ser humano en un vano intento de poner freno a sus actos, o por una tardía reacción a los acontecimientos que los amenzaba.

Desde entonces los humanos y los Vegans conviven en paz. Los hombres aprendieron a vivir mirando y cuidando la tierra, mientras los Vegans se convirtieron en los guardianes de la Tierra transformándose en verdes estátuas, con el tiempo, bajo el sol, como gigantes plantas absorbiendo energía solar; listos para despertar y enderezar la dirección del hombre si ésta se volviera a torcer."

Todo relato, ya sea literario o ilustrado, tiene como base un hecho real. Un detonante atómico-neural.

8 de enero de 2013

El Atlántico...


La orilla puede parecer un lugar donde termina el mar, pero también donde se extiende un nuevo horizonte.