Siempre sujeto a la fachada envidiaba a sus vecinos. Aquí nunca pasaba nada, siempre era como siempre, aburrido. Se le partía el alma ver el alba y descubrir con él que sus vecinos semejantes cambiaban. Aquel vestía pétalos de temporada, más abajo se cubría con la ropa de sus huéspedes, otro tenía la armoniosa compañía de un canario, y así, uno tras de otro se hacían únicos. Él también se sentía único, el único desdichado de toda la comunidad. Despertaba con el sol y el rocío le acicalaba el sueño para ver como su piedra desnuda seguía igual de fría, sin encontrarse jamás con la elegancia de llevar una rosa en su solapa con la que acallar los susurros de la hora de la siesta. Poco podía chismear de sus huéspedes por lo que siempre se callaba cuando entre ellos hablaban y si acaso, por una extraña casualidad, le preguntaban él se sonrojaba y eludía la responsabilidad de admitir su desdicha. Se enojaba con acrecentado disgusto cuando en altas horas de la mañana le desvelaban las carcajadas de algunos huéspedes de enfrente que con carácter desinhibido charlaban a la fresca sin importarles más que ese momento.
En alguna contada ocasión recibía visita, y ese acontecimiento era celebrado por todos que se alegraban por su compañero, pero a él, a pesar de su alegría se sentía insatisfecho pues no podía contar nada a los demás que ya de sobras estaban enterados de todo.
Se resignó durante largo tiempo a tal fatal destino y su cara comenzó a tornarse gris y oscura, dejó de adecentarse y sus barrotes se comenzaron a oxidar. Una vez a la semana se peinaba el suelo simplemente para evitar parásitos. De tanto en cuando algunas palomas se le acercaban a consolarlo, y algunas otras a humillarlo y a reírse de él, abusando de que no tuviese quien le defendiera. Y se quedó contemplativo, observando y anhelando lo observado. En su corazón cupo aún un pequeño atisbo de esperanza el saber que la vida de sus huéspedes no sería tan longeva, y se quedó esperando a la espera de lo esperado, que nunca llegaría.