La
vuelta había sido larga. No recordaba cuando la inició. Aún dudaba, de
hecho, si en realidad la había iniciado. Pero había vuelto. Aunque en
verdad su viaje no había ni empezado aún, él ya había viajado en el
tiempo, había cruzado el cielo sin percatarse de las estrellas, cruzó el
mar y descansó. Viajó tanto que ni tan siquiera estaba a punto de
zarpar, ni tan siquiera era el momento de partir.
No
obstante, su determinación no dejaba espacio al destino. Y sus días
pasaban con el sabor amargo de la despedida. Con los seguidos ires y
venires que le caracterizaban, inconstante, volátil. Volar. Así se
encontraba Roland, que en las últimas semanas sus actividades sociales
se habían disparado. Todo era un favor por ahí, una cerveza allá, unos
besos por aquí y todo lo demás le quedaba por acá. Sin darse mucha
cuenta, Roland, había dejado de comportarse de forma regular. Su mente,
ya en un viaje, se había despojado de las obligaciones morales impuestas
por la sociedad y era, nuevamente, libre. Esta libertad conferida por
su situación no le hacía otra cosa más que permitirle ser él mismo y así
su personalidad, libre y a flor de piel, disfrutaba con los demás y por
consecuencia, florecía. Era libre. Era libre porque se marchaba, iba a
partir y poco le importaba el resto del mundo más que el suyo. Poco le
importaba ahora ya, a Roland, el amor o el quedar bien con los demás.
Los
días pasaban cada uno distinto al anterior. Y su personalidad cada vez
se hacía más atractiva para los demás. Por ello había conocido a mucha
gente y en él algo le empezaba a inquietar. Le inquietaba la mirada
felina de tez morena. Le inquietaba.
Tanto
tiempo de viaje y justamente ahora, empezaba a vacilar. Las cosas nunca
le salieron como lo había planeado. Y en muchas ocasiones había tenido
que planear un no plan.
Nuevamente,
se le volvieron a truncar las cosas. Su mirada le hería más allá de sus
ojos y razón. La tenía atrapada en su mente. Y se preguntaba el porqué
de su desdicha. Se cuestionaba por el valor de la cosas, por el peso de
lo que no es medible.
Roland,
quisquilloso y soñador, se encontraba partido. Partida su razón y su
corazón, y estos también se encontraban partidos entre sí. Tenía que decidir, ser
fuerte o débil. Ser lo que esperan de él o ser él mismo. Y entonces se
preguntaba: "¿Para quién vivo?". "¿Vale más mi felicidad que la que
pueda yo dar a los demás?".
El
rostro se le tornó sombrío, porque el corazón, después de años le
volvía latir. Pero eran latidos de un desesperado corazón que gritaba al
partir, para no ser olvidado. Para no ser abandonado. Para no ser
desterrado.