Verano en la ciudad
El verano en la ciudad es estridente, no importa la hora que sea que siempre la escandalera está garantizada. Por el día los cláxones de los coches y la gente gritando a otra gente, porque así es como se comunican por aquí, o en su defecto gritando a un aparato electrónico que posteriormente terminará gritando a otra gente. Sea como fuere, siempre gritando, siempre ruido. Por la noche la cosa no dista mucho al día, algo más tranquilo porque la gente que grita a otra gente duerme, por fortuna, pero los motores de las bestias mecánicas se apoderan de la calma y termina siendo casi peor.
Ya ni hablamos del calor. Es un calor sucio, pegajoso. Irrespetuoso. Le da igual que te acabes de duchar o que estés en una junta, este se pega a ti y ya no se va. Le importa un bledo que te estés duchando, echando la siesta o en el quinto sueño que él ahí estará para hacer sudar hasta a Morfeo. Los variados problemas de vivir en una urbe en verano y con calor son múltiples pero el que reina sobre todos es la latente carencia de higiene y sus derivados efectos sudoríficos acompañados de ese incómodo aroma que despeina al más pintado.
Los urbanitas sueñan, más que nunca en verano, con salir de la ciudad. Y quienes lo logran, afortunados aquellos pensarán por lograrlo, serán libres del bullicio metálico de los coches y de los cláxones. Pero a causa del efecto migratorio de la urbe, serán víctimas y sufrirán, a un tiempo algo más pausado (eso sí), de los deliciosos aromas de todos aquellos urbanitas carentes de decencia higiénica que al igual que los bienaventurados vacacionistas pensaron que huir en masa a la costa era una buena idea.
El verano en la ciudad en verdad es terrible, lo único verdaderamente bueno de ser un citadino esclavizado a un escritorio es que, por lo menos en verano, la cantidad de idiotas a soportar por metro cuadrado se reduce a la mitad, y sólo por ello el verano, en la ciudad, es una delicia.