El cuentista
El cuento corto se convirtió en su vía de escape. Era el espejo con el que podía atravesar, por su mirada reflejada, a los lugares más profundas de sí mismo; los más hermosos y optimistas, pero también los más oscuros y tenebrosos. Con sus cuentos, a veces empíricos y otras veces irreales hasta la médula, algunos con héroes y otros con antihéroes de todas las clases. Huyó más allá de la carne y las miradas pendencieras.
Fue fugitivo por mucho tiempo. Huía del amor, que siempre le aquejaba. De la soledad, inherente a su personalidad. Del miedo, que cada aliento le aportaba. Del tiempo, que con sus deshuesadas cuencas le observa desde lo invisible. Huía, y era un gran fugitivo.
Sus cuentos estaban vivos en los ojos de quienes le leían. Pero vivían diferentes en cada uno de ellos. De repente se convertían en lo que el lector necesitaba leer, y tras ese manto de sílabas y gramática descuidada, se agazapaba y observaba a sus lectores. Por un momento el cobarde fugitivo se volvía cazador furtivo. Y descubrió que le gustaba.
El gran escapista se escondía en su cobardía para ocultar una vergüenza aún mayor, el exhibicionismo cuentista (el que reacciona desnudándose verbalmente ante desconocidos que no rechazan su acentuación deforme).
Víctima de su propio vicio se enredó en sus cuentos de madrugada, lascivos, miedosos, descarados, desganados, diminutos, exagerados, enfermizos, introspectivos, lacerantes, románticos,... se perdió en sí mismo siendo quien no podía en el mundo carnal. Le excitaba la reacción de su público desconocido ante su yo sin grilletes.
Se volvió adicto a lo que sus cuentos le contaban de vuelta. A la diminuta onda expansiva que creaban en el universo y que volvían a él de la manera más inimaginable. En forma de comentarios, personas, besos... cuentos...
Se prometió no dejar de huir nunca. No dejar de contar cuentos y fue ahí, que el fugitivo, el gran escapista, fue atrapado.
Enjaulado en su propio espejo, expuesto al público. A la vista de todos, con sus deformidades y perversiones. Ya no podía ser él si no podía escaparse, desnudarse y esconderse detrás de su cuerpo expuesto. Y fue así como, poco a poco, dejó de esconderse y dejó de contarse. Dejó a la gente pasar frente a él esperando, ávido, que siguieran su curso. O que al leerle no le juzgaran o le señalaran.
Fue prisionero de sí mismo por tanto tiempo que se volvió frío. Prácticamente inerte. Y sus cuentos ya no volvieron, murieron en él todo este tiempo enclaustrado. Y se prometió no volver a contar un cuento corto más.
Pero un día, que se sabía solo, no pudo resistirse en aquella silenciosa y cálida soledad; y huyó.
Huyó cerca, pero al hacerlo, estiró sus piernas y músculos. Y rompió a llorar sabiéndose ignorado, pero libre.
Él se convirtió en la vía de escape de sus cuentos, por tanto tiempo, atrapados en él... Y que ahora reclamaban su tiempo perdido para desnudar a sus lectores, como lo hicieron en su día.
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