8 de agosto de 2011

A tientas

Regresamos a La Habana invadidos por la oscuridad. Tras haber resistido al huracán Dennis, volvimos. Llenos de incertidumbre, atravesamos la espesa negrura con sabor a ron. Vagas fueron las indicaciones que con desorientados pasos supimos seguir. Atravesamos un garaje vacío acompañados por una señora alegre y cautelosa, estaba infringiendo la ley. En medio de la oscuridad vislumbramos la tenue luz de una candela. Hacía calor, nuestros cuerpos sudaban, quizás por la carga de nuestras mochilas o tal vez por la acentuada humedad. La cálida luz iluminaba el rostro de una niña. Pasamos por su lado saludándola, nos sonrió. Estábamos atravesando la sala de estar que daba a una escaleras y a la entrada principal, de ésta última se escuchaba una guitarra y un ajetreo festivo. Sin embargo, subimos las escaleras. Nos separamos en dos habitaciones y nos acomodamos.

Al poco rato, y con ropa fresca nos encontramos en la escalera. En la indefinida oscuridad descendimos sujetos a lo que intuimos, era una balaustrada. La música, que procedía del exterior, fue nuestra guía. Finalmente, atravesamos la sala de estar y cruzamos la puerta. Tras la oscuridad, luz. Nunca antes unas pocas velas habían iluminado tanto un espacio. Y desnudos de oscuridad, nos vieron todos. Y todos nos miraron.

Ese instante, que fueron segundos, no existió silencio incómodo o murmullos desagradables. Tan sólo los acordes de una guitarra y una voz melódica y de autor con regustos mediterráneos. Fuimos invitados a compartir, y así lo hicimos. Nos invitaron a ron y a platicar, porque hablar en esa situación era ya demasiado vulgar, y porque en Cuba, no se habla, se platica.
Cerca nuestro había un alto y escuálido tipo inglés que bailaba con muy descoordinada gracia, lo que pretendía ser salsa, con una joven. Me pareció bien. La música se detuvo, y el tipo de la guitarra nos preguntó varias cosas, ahora no recuerdo bien el qué. Conversamos poco rato, y sin poner resistencia volvió a raspar la guitarra. Y en la oscuridad: “Cuando se vaya la luz mi negra...”. Fue entonces cuando lo comprendí todo. La gente acompañaba a su músico en las letras. Y yo, y creo que todos los que estaban conmigo, mirábamos creo que emocionados, la escena. Tan sólo podía seguir con mis ojos al sujeto mal definido y a su son con mis oídos. De pronto, y sin darnos cuenta bailábamos con un mechero, tranquilos y ligeramente sinuosos, dóciles. Al terminar la canción, tuvimos un blues, la oscuridad y el silencio.
Ya era tarde. Decidimos y a dar una vuelta y tomar algo por ahí. Nos despedimos con cortesía y alegría, para no ser menos, para no hacer el feo. A tintas, y alejándonos de la la tenue luz, alcanzamos la calle. Mejor indicados atravesamos la calle y descendimos hacia el Malecón. Perdiéndonos así, en la negra mulata que es la verdadera noche cubana; que sólo a tientas y con manos exploradoras consigue uno orientarse en ella.

Este texto, lo debía desde hace mucho, a mí mismo. Quizás lo vuelva a revisitar y le haga unos arreglos o lo amplíe. La memoria y el romanticismo es selectivo. Haciendo justicia a este post.

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