Des-contractura
Todo fue muy ruidoso. El estallido fue una sucesión de derrumbes rocosos sobre su áspera piel. Cada movimiento era un estruendo. Ya no había fricción, se había ido. Ya no existía la tensión ni la unión. Sólo quedó el recuerdo, su rígido fluir. Luego, llegaron los gritos, los gemidos, el alivio. Los Andes rugieron ante él, le aportaron la dignidad mermada por la situación. Todo se tornó calma. Las posturas, en ocasiones vejatorias, le recordaron su fragilidad. Sintió, por vez primera sintió, que él al igual que las ramitas puede hacer -clack-, que ya no podría ser más un pilar para los demás si no era capaz de sostenerse. Y entre deducciones banales su cuerpo estallaba en una sinfonía de quebradas notas, zigzagueantes al compás, libres. Expresiones en libertad, consiguió calificarlas. Todo su cuerpo tembló, desnudo tiritó y sudó. Al levantarse supo que ya no se sentía rígido, pero tampoco era capaz de fluir con el resto. Se sintió capaz de seguirlos, superarlos si quisiera, pero se aseguró de escoger el ser un perdedor feliz.
31 de mayo de 2007
26 de mayo de 2007
Contractura
Los músculos se amontonan presionándose los unos a los otros. La fricción los inflama fundiéndolos en uno. Cualquier movimiento hace que el bombeo se descontrole. El compasado movimiento se torna rígido por instantes y atenuado por el hábito, suave. La parálisis se aúna, y por magia se congela el tiempo, se detienen los movimientos, se bloquean los demás sentidos. Sólo queda la sensación perenne de inmovilidad. El romper la calma para continuar, para no abandonar y sentirse perdedor en su propio cuerpo, se convierte en una orquesta desacompasada y aliviante. Justo retorna, siente el ir de la sangre en sus arterias y venas, enseguida vuelve. Justo para volver a aumentar la presión y sentir como son más los músculos que se unen a la fricción desenfrenada. Justo para recordar que también él puede sentir. Y entre sentimientos se encuentra inmóvil ante el mundo, descompasado en su ritmo, inferior al frenesí de su cuerpo.
de Fhil Navarro 1 comentarios
23 de mayo de 2007
Caída libre
Libremente caían sobre el esmaltado precipicio. Unos caían de cabeza, otros lo hacían en plancha, y otros tanto gritando. De cualquier modo, caían, eso seguro y el ruido siempre era el mismo, inaudible. Unos sonreían al caer gritando silenciosamente “libreeeeeeeeee” otros a su vez sollozaban “¿qué va a ser de mi…?”. Y simplemente otros salían catapultados con fuerza contra el tocador. Éste era una un armario pequeñito que reflejaba con nitidez la violencia capilar que un joven estaba ejerciendo hacia y para su perezosa dejadez con una máquina de barbero rudimentaria que un día rescató entre los containeres y por la que se peleó con un vagabundo hasta el punto de apartárselo con una patada sobre el vientre para hacerlo retroceder y poner pies en polvorosa. El caso es que le mereció la pena el esfuerzo pues, ésta funcionaba y le ahorraba sangrientos disgustos cuando quedaba con alguna chica y torpemente se hacía el rostro un auténtico cuadro. Él siempre arguyó que era a causa de los nervios y que, como siempre, se dejaba tanto que tan sólo cuando había de quedar con alguien se decidía por impresionar y por ello afeitarse. Pero en esa ocasión era distinto, decidió probar afeitarse lo máximo que la máquina diera de sí. Mientras sus minúsculas porciones salían disparadas se descubría un niño, escudado amagado escoltado y guarecido en su barbuda jungla, la cara que a muy pocas personas, supongo que las que significan algo para él, les regala. De tanto en cuando se alejaba la máquina y se miraba y tocaba y seguidamente se acariciaba, y entre el ruido de la barbera masculló: “me gusta que me beses, por eso quiero que a ti también te guste…”. Se sonrió apagó la máquina con un ruido desastrosamente aparatoso, decididamente se aclaró la cara para salir dejando atrás, al menos por un rato, su mentira cotidiana.
de Fhil Navarro 3 comentarios
19 de mayo de 2007
12 de mayo de 2007
Para la señorita I*
Microcuento 2
El olor a caramelo, recordaba a algo dulce, como la melaza. Los abuelos guardaban una sonrisa pícara ante Ella. Luego oía un “me la llevo”. Y poco después se reía y contagiaba su risa a los niños mientras se deshacía en sus bocas.
de Fhil Navarro 2 comentarios