Días grises
Todo estaba gris; estaba triste. Roland manejaba tranquilo, perdido en la línea que lo abandonaba en el horizonte, más allá de donde yo podía llegar. El mar no brillaba estaba apagado con un azul marino inerte y cadente de blancos. Algún coche, a veces blanco otras azul cerúleo o rojo carmesí, perturbaba la armonía del manto de tristura sobre Boca del Río. Yo me perdía en la riqueza cromática de la melancolía, tan rica, que era imposible no estar triste sin estar en paz... Los asientos invadían de calor mi espalda y resultaba una sensación acogedora, haciendo nacer en mí una dulce seguridad, un sentimiento de protección. Mi cabeza reposaba sobre el respaldo de mi asiento convirtiéndome en un autista: mudo, observador e inexpresivo, y tan sólo mis ojos iban y venían entre farolas de carretera, peatones fugaces y edificios bajos erosionados por el tiempo y el miedo. El viento entraba corriendo a refugiarse de Eolo, enfureciendo a mi cabello hasta transformarlo en Medusa... Roland subió las ventanillas. En ese momento, el calor se hizo más perceptible. Estaba en el resguardo de mi infancia. Y con ese cálido vacío naciendo de mí, una canción empezó a brotar con la misma delicadeza con la que surgía mi letargo. Por un instante cerré los ojos y mi cuerpo, el de mi mente, comenzó a fluir a flotar a transpirar todos los miedos. Cuando los abrí ya no era yo, ya no estaba allí. Pude verme reflejado en el cristal, ahora yo también era gris, formaba parte de Boca del Río y, mi persona, volvía aún más hermoso el melancólico tinte gris en el que nos abandonábamos. Roland jamás habló. Yo callé.
Qué bonito, todo.
ResponderEliminar:O... se vale estar gris. Yo soy un gris tirandole a negro, creo ke la melancolía se apoderó de mi amigo español.
ResponderEliminarp.d. quiero ser roland, él nunca dijo nada.
La tuna