3 de abril de 2009

La ciudad ondulante

Septiembre estaba muriendo y con él, la naturaleza. Fileas y Nereida estaban sentados en la orilla de el lago Urugor, donde los castores se apresuraban con sus víveres arrastrados por la corriente. La naturaleza moría, y el sol comenzaba a ser trinchado por los punzantes y frondosos abetos de la otra orilla. La temperatura era agradable y tan sólo se oían a las cigarras y a las inquebrantables alas de las libélulas increpar la tranquila tarde de un estío moribundo. Fileas se había perdido en uno de sus típicos viajes de su mente, abstraído. Nereida paseaba su mano por una ondulación, en donde se encontraban sentados, dejando que su mano la acariciara cayendo abandonada en las precipitaciones, en las inmensas precipitaciones de su mente. Así estuvieron un rato.
–¿En qué piensas? –preguntó, de repente, Nereida a la estatua que lo acompañaba.
Fileas volvió de su viaje como si le hubieran arrebatado el ensueño más hermoso de sus últimos cinco minutos de sueño.
–En nada –habló la parquedad.
–Tus nadas están llenos de cosas que no son “nadas” para los demás… –Nereida había comenzado su sermón y estaba dispuesta a juzgarlo, una vez más.
–¿Alguna vez te he hablado de la ciudad ondulante? –Fileas le preguntó pausado, pensativo o de una forma que parecía estar observando una postal que no quería olvidar, interrumpiendo la retahíla de críticas que se avecinaban.
–No… – es lo único que pudo responder. Jamás le había sucedido que Fileas le compartiera algo sin pedírselo antes.
–Se llama Cymŭla, ¿sabes?– le preguntó retóricamente–. Hace mucho que fui. Para llegar hay que pasar tres días de hambre a través del bosque de Esvank. No te gustaría ese lugar, todo está muerto. Después de eso no crees que pueda haber nada más que muerte al final. Pero no es cierto. El final del bosque es invisible y sólo descubres el final cuando ya no estás en él. Es entonces cuando contemplas emocionado, no sé si por el miedo a perderse en la espesura de lo oscuro o por la hermosura del lugar, a Cymŭla. Un valle regado y fructífero, jamás vi algo así…

Fileas hizo una ligera pausa como si volviera a estar allí, como si volviera a abrumarse. Nereida escuchaba atenta, no quería perder ni un detalle.

– Cymŭla –siguió– se encuentra en un valle. Es una ciudad vasta como pocas. El camino que conduce hasta ella es sinuoso como el cuerpo de una serpiente. Descendí por un sendero zanjado por cientos, qué digo cientos, millares de espigas que convertían a la ciudad en una isla en un mar de oro viejo. Aún recuerdo lo delicioso que era sentir la caricia de éstas al pasar la mano por encima en el lento caminar hacia el corazón de la urbe. Cymŭla no se puede describir con las palabras de nuestro lenguaje, hacerlo sería hacerle injusticia, pero por una vez seré injusto con ella pues injusto es también para mí el no poder volver… Sus calles son de piedra vieja, éstas se encuentran fraccionadas a cada cuadra, es decir, cada cuadra se encuentra unida y segmentada a un mismo tiempo. Sus edificios son hermosas esculturas de piedra negra, grandes obras de artesanía sin uniones ni solapamientos, el mismo edificio es la propia tierra y no por ello carece de ornamentos ni de gusto estético, sino todo lo contrario. Es embelesarte a otra época o a muchas épocas en todos los edificios en cada edificio. La gente de Cymŭla, son gente que nunca mira a los ojos pues los hay tan altos y tan bajos que ya desistieron en dicho esfuerzo hace largo tiempo. No obstante son aguerridos de corazón y en sus empresas más cotidianas dan lo mejor de ellos mismos. En otro tiempo fueron personas miedosas y desconfiadas, nunca supe qué pasó ni porqué cambiaron, pero lejos quedó ese temor y su debilidad. Ver un atardecer desde sus almenas… es contemplar la verdadera muerte del sol. Desciende cansado, y el mar de espigas le da coartada reflejando y multiplicando su luz. Por un momento alcanzas a ver el atardecer al mediodía, después de caer el rey sólo queda la impregna de su luz, por horas, en tu retina. Llaman a Cymŭla, la ciudad ondulante, ¿sabes?– habló la retórica nuevamente–. Nunca entendí completamente a qué se referían cuando me hablaban de ello, siempre me respondían: “Porque se ondula”. Un día desayunando poco después del alba, en Cymŭla se duerme poco, los cuernos de los almenares que colindaban con el bosque de Esvank empezaron a tronar en los cielos y en la roca viva que era la ciudad. Sin duda, aquel estruendo no debía de ser nada bueno pues todos, altos y bajos, corrían calle abajo y calle arriba. Uno de sus habitantes entró en la casa, abrió una trampilla y bajó con un candil que tomó y encendió sobre la marcha. Le seguí curioso, o quizá temeroso. ¿Temía acaso el ruido de aquellas almenas? Bajé. Vi como a cincuenta de los altos y bajos sentados sobre unos velocípedos con engranajes que a la voz de un director se pusieron a pedalear al tiempo. Todo comenzó a crujir y a caer piedrecitas y polvo sobre todos. Huí temeroso, o quizá curioso. ¿Era acaso por la protección que me cobijaba? Salí. Cada manzana entera se comenzaba a desnivelar de forma paulatina y con mayor rapidez. Corrí. No sé cuanto, pero corrí hasta alcanzar a la almena principal que también se movía. Tras muchos tropiezos llegué. Continué corriendo escaleras arriba. Crucé el curtido arco de piedra, pues tampoco habían puertas, y me asomé. No di crédito a mis ojos. La ciudad se ondulaba. La isla en el mar de oro viejo se convertía también en mar… Me había convertido en un náufrago de la piedra y la espiga. Mucho rato después los cuernos descansaron y yo fui rescatado.

–…–.
No hubieron más palabras para Nereida.

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