Serenata feliz
Andaba pesado. La estampa era una figura oscura, diminuta, avanzando en contra del polvoriento viento alzando a su antojo la ruana que le protegía en vano. El camino de polvo y piedra amarillenta había desaparecido, quizás escondido. Para sus adentros y en baja voz canturreaba con el miedo a ser descubierto por la gran desolación que le rodeaba:
“soy feliz…, soy un hombre feliz…”.
“…espero que me perdonen…”.
Y silencio. Sólo quedó el crujir de su pisar sobre la tierra inerte.
El sol caía y a lo lejos comenzaba una zona de seco bosque calvero.
Cayó con el sol y el fardo. Con poco espíritu recogió ramas y troncos muertos; prendió una hoguera. El viento seguía soplando pero con la resignación y el consuelo de no darse por vencido, y el fuego bailaba.
Sacó del atadijo un trozo de pan y algo de queso. Comió en silencio.
El fuego se extinguía cuando lo avivó con varios troncos, después cogió su bulto y usándolo de almohada se cobijó con su capote tarareando la serenata a las estrellas.
La madrugada lo sobresaltó. El frío viento había abatido al fuego y se crecía. La oscuridad reinaba a su alrededor, y en él. Vacío. La estrellas parecían lejanas y malvadas. Se enderezó para enfrentarse a su enemigo invisible, imbatible. Impotente se sentó cansado, abrazó a su fardo de esparto y balanceándose comenzó a musitar…
“… soy un hombre feliz...
… y espero que me perdonen…
… los muertos de mi felicidad…”
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