26 de julio de 2010

La ciudad en llamas


Fotografía de Inés Sánchez Nadal,
y texto fruto de esta imagen y su imaginación.

Desde lo lejos era como un manto rojo ondeando sobre aquel mar de vapor que transpiraba la tierra yerma. Almenas invisibles, de casi imperceptible arquitectura salvo por una capa borrosa que danzaba por encima de la superficie delatando, o quizá burlando como espejismo, a tales vigías. Al cruzar los lindes del desierto, el calor me ahogó los pulmones y la cara me comenzó a arder mientras mis ojos empezaron a soltar lágrimas que hirviendo me crearon los surcos de mi vejez, esta que ahora ves. Me hubiera deshecho de mis ropajes pero el viento del desierto me obligaba a cubrirme de los agresivos granos de arena. No mentiré si le digo que sentí miedo… Tardé un rato en adaptarme a aquellos huracanes de arena sobre mis ojos, pero me di cuenta con el paso del tiempo que jamás después de aquel día me volví a sentir ciego, ni de la vista ni de corazón.

Avancé a tientas en un principio, dejando que mis manos fueran mis ojos; y mis ojos veían que todo ardía. Topé contra una pared, ardiente, rugosa y ruda en apariencia pero suave al tacto como si alguien se encargara de pulir cada milímetro de los edificios. Con torpeza llegué a lo que debía de ser una calle estrecha, lo sentí porque ya no había viento y pude empezar a ver el reino de Rojo, polvóreo desierto que se suspendía y recorría toda la ciudad; y mis pies comenzaban a arder siendo consumido por la arena. Empecé a avanzar observando los altos edificios que terminaban coronados en flamas rojas y me hacían sentir insignificante…

Los letreros estaban escritos en un lenguaje desconocido para mí, rígidos y humeantes de metálico vapor, como recién forjados por Hefesto. Me di cuenta que todos éramos aquel manto rojo ondeando en el desierto. Pronto me encontré con gente del lugar. En la ciudad en llamas, así decidí nombrarla a falta de un nombre mejor, me di cuenta que no habían huellas en el suelo; tan sólo las mías. Sus habitantes habían aprendido a levitar, ninguno avanzaba a la manera que yo lo hacía. Y todos surcaban con fluidez sobre el suelo. Habían aprendido a volar a través de ropajes rojizos oscuros que aprovechaban del vapor que emanaba la tierra. Y así conseguían avanzar sin maltratarse. Todos eran de una tez muy negra, casi parecían ángeles negros, que cualquier temeroso creyente los hubiera confundido con el ejército de Lucifer. Poco más pude observar de ellos, sus vestimentas que les permitía avanzar de la forma en lo que lo hacían les cubría por completo.

El polvo rojo entintaba el blanco de los ojos y todo se convertía en rojos, y el negro el único contraste. Era un pueblo tranquilo. Nadie se atrevió jamás a invadirlo, pues quienes milenios atrás osó en hacerlo cayó preso bajo las llamas rojas del candente polvo, o bien bajo las espadas de sus sigilosos habitantes. Nunca me supieron decir el porqué del horroroso calor, ni de la extraña naturaleza del polvo rojo, pues argüían que nunca les había dañado y que con saberlo no iban ni debían cambiar la naturaleza de las cosas.

Me dieron posada y descanso durante tres días, y cuando me hube recuperado. Me llevaron “volando” hacia los límites de la ciudad y con una cantimplora de agua ardiendo y las instrucciones de regreso al mundo al que pertenecía, se despidieron. Se arrodillaron y apoyando su oído en mi vientre, me desearon buenaventura.
Seguido alzaron levemente su cuerpo del suelo y empezaron a alejarse sin voltear atrás, y yo, solo, di el primer paso. El golpe de aire ardiendo me supo a brisa de verano y comencé a avanzar hacia donde me habían instruido. Y poco a poco, alejándome, fue quedando atrás aquella ciudad en llamas. Que se había convertido en espejismo; y dos días después en ilusión de mi mente….

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