La hora muerta
Tanto tiempo esperando, esperando a que el hombre se equivocara... Y por fin lo hizo. Durante siglos observó en las sombras, observó cómo la torpeza humana cometía minúsculos errores, tan pequeños que sólo los milenios podían percatarse de ellos. Así fue como nadie se percató de nada. La noche había llegado, estaba a punto de poderse ir, dejar este mundo de una vez por todas. La hora de poner fin a su maldición. Con el paso del tiempo y la torpeza matemática del hombre, provocó en el tiempo un desfase en el calendario gregoriano de dos días, segundos y milésimas de segundos recopilados como granos de arena en un gran reloj. Con ello podría abrir el portal sin dejar pruebas de ello y así su maldición se rompería.
Aquel día, aquel gran día, en que se enfrentaron los dos grandes brujos de las razas más poderosas de mesoamérica. Había estallado la guerra y ambos pueblos se mataban, no importaba cómo ni con qué justicia, sólo se mataban.
Sin embargo y a diferencia con el resto de sus pueblos, los dos grandes chamanes empezaron su duelo al alba, la contienda, de dimensiones épicas, se desató. Fue cuando la guerra se detuvo, para alentar a los hechiceros. Invocaciones, conjuros en lenguas de los dioses y semidioses, pociones y brebajes, sacrificios... sacrificios humanos. Ahí empezó todo.
El gran chamán yacía en el suelo, agotado. Se enderezó expulsando unas palabras susurrantes y acto seguido golpeó con su orgánica vara el piso. Un chillido desde la otra punta del lugar rompió la atención del mundo. Una mujer levitó por encima de todos hasta que quedó expuesta frente al chamán. Tenía que comerse el corazón de una mujer pura para poder seguir en la batalla, sino era el fin. El brujo la apuñaló y empezó a morder y a beber la sangre de su corazón. Lanzó con magia furiosa el cuerpo de la joven y prosiguió su enfrentamiento.
Fue un joven guerrero quien la recogió dejando su lanza en el suelo. Su prometido. Recogió la lanza y con lágrimas en sus ojos saltó sobre el hechicero asestando su lanza en su estómago. El silencio se hizo. La guerra había terminado. Y el insulto a los dioses debía ser castigado. Los dos brujos, uno agonizando maldijo su alma a no volver a reencarnarse, el otro lo vetó a cruzar el portal de los muertos. Y así fue el fin de la gran guerra y el principio de su maldición.
Pero con el tiempo y la total soledad de la nada descubrió la forma de romper con la maldición, de cruzar el portal de los muertos. Los humanos, cuyos guardianes eran quienes ignorantes le impedían cruzarlo, habían modificado tantas veces el eje del tiempo con sus erráticas alteraciones anuales que el día uno de noviembre, día en que los muertos abrían el portal se encontraba desplazado dos días con respecto a los calendarios, poco hubiera servido eso si no fuese porque ese mismo día se producía una alteración temporal programada. La hora muerta, donde lo que se haga en ella desaparece de los registros del nexus.
No tenía cuerpo ni nada que se le pareciera, pero se sentía nervioso. Estaba donde se encontraba enterrados los restos de su cuerpo putrefacto que no resistió el envite de la maldición. Se arrodilló frente a su lecho de muerto, y a cinco minutos de que la hora muerta terminara empezó a implorar el paso a los muertos. El suelo empezó a sacudirse, hasta que se abrió. Cayó, cayó muy profundo, hasta encontrarse de cara con su putrefacción. Seguía implorando a los muertos. Poco a poco, las paredes de tierra se iban cerrando hasta que, finalmente, fue engullido. Lo había logrado. Había cruzado el umbral.
Tras el último segundo de la hora muerta, un invisible velo del tiempo se desprendió de la tierra borrando la historia y llevándose consigo las evidencias de lo que no fue.
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