Lo que no pasa en un Domingo
Lo veíamos claro. Aquello era el fin del mundo; la cuarta glaciación; el epílogo de nuestra era. Era la primavera en el trópico cáncer y el cielo se caía sobre nosotros, como si dios mismo en persona decidiera enmendar su error. Entre relámpagos y truenos la corriente saltó y descalzos empezamos a notar cómo un líquido helado invadía las plantas de nuestros pies. Nos estábamos inundando. Pedazos de cielo seguían cayendo castigando a los árboles, a las ardillas, a las ratas, a los coches, a las ventanas, y finalmente a nosotros. Empezamos a achicar el agua como pudimos, pero aquello no era natural. La tormenta afuera pareciera nunca terminar pero ya no nos importaba, el agua era más importante. Estuvimos largo rato riéndonos de lo patético de la situación. Los pedazos de cielo habían taponado las coladeras y tal y como arreciaba el clima no íbamos a terminar en un rato. El agua ya nos llegaba por los tobillos cuando decidimos abandonar la misión. Puesto ya lo valioso a salvo durante aquella inundación, nos sentamos con los pies remojados en nuestra piscina antinatural de cuarenta metros cuadrados, una vez más, riéndonos de nuestra desdicha. Los tres, sentados, mirando la caja tontamente. Riéndonos. ¡Clash!
El agua había subido tanto que había alcanzado las tomas de corriente y al regresar la energía, nos electrocutó a los tres casi sin arrebatarnos la sonrisa de la cara. Dios había empezado su trabajo.
Tres días después nos despertamos en el sofá con las entrepiernas empapadas y los pelos despuntados.
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