Vivacittà
Le había perdido el respeto a la ciudad. Ya no la temía más. Se adentraba cada vez más en ella, perdiéndose y encontrándose una y otra vez. Se había vuelto intrépida, ¿pero a qué precio? Cada expedición se había vuelto más prolongada, más profunda, o más solitaria. Con el tiempo empezó a perder la constancia de los reportes, y hacía sus incursiones cada vez más misteriosas y secretas. A medida que su miedo era devorado por la ciudad, ella cada vez más se volvía una con ésta.
De esta forma transcurrieron los días y las semanas. Las horas se llenaron de silencios y vacíos en sus ausencias. Su apetito por conocer una ciudad hasta ahora desconocida, había despertado y era insaciable.
Para entonces ya había descubierto el biorritmo de la ciudad; surcó sus arterias dejándose llevar, respiraba en sus pulmones redes y no negros de contaminación, palpitaba con la vida de las calles con sus habitantes coexistiendo en armonía, se le iluminaba los ojos en la oscuridad y poco a poco, empezó a enamorarse de la bestia de asfalto.
Cuando volvía a casa, callaba, contenía en ella misma el ruido, el caos, la vida de la metrópoli. Era demasiado que digerir. Incapaz de compartir nada, era su ciudad. Y ahora, también, empezaba a sentirse parte de ella.
Después de meses de adentrarse en la jungla hipodámica y modernista, una noche ya no regresó. A la mañana siguiente, no dio señales de vida. Esa misma noche dejó una nota en la puerta donde rezaba "No te preocupes, estoy bien, ahora soy una con la ciudad".
No se supo más de ella. Con el tiempo se la volvió a ver por toda la urbe de distintas formas: en graffitis, en las baldosas de las calles y casas, en las cortezas de los árboles, en la crema de los cafés, en la espuma de la playa, a retales entre luces estroboscópicas,... Había logrado fundirse con la capital, era la viva imagen de la ciudad, y con eso ella era feliz.
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