Era Guatemala en el 2009, aunque también lo siguió siendo antes y en los años venideros.
Emprendía un viaje de regreso. Exhausto de corazón, pese a que mi alma se sentía emocionada por hacer frente a otra aventura.
Hay veces que un regreso contiene tantas historias como todo un viaje en sí mismo. No es por menos que éste no deja de ser otro viaje más en sí.
Que una partida se inicie en una fría mañana al alba, ya es tópico redundante. Contar, quizá, la quietud de las calles, la serenidad de un pueblo pesquero a las orillas de un volcán taciturno, tal vez lo es menos. Me tomaré el lujo de ser tópico si cuento que San Pedro de Atitlán tenía sobre sus calles ese velo de blanquecina y turbia mirada al despertar.
Mis pasos se hacían sordos en las empedradas calles. Mi objetivo entonces era una guagua que me llevaría de forma parcial a mi destino. Pero con lo que no contaba era con tropezarme con otras personas que su destino, por un breve momento, se unía al mío como dos cables de tendido eléctrico que por un momento van uniéndose hasta llegar a besarse y posteriormente a distanciarse hasta sabe quién donde.
Una de esas personas fue José Baldomero Ortega. Ha pasado ya tanto tiempo... Si mi recuerdo no es confuso, nuestros caminos se enlazaron en una guagua que tomé desde Chichicastenango. Me subí y senté solo desde la base de autobuses, no fue hasta pasado un rato que un considerado y casi temeroso hombre me pidió, con esa cálida sinceridad que poseen los más humildes de Latinoamérica, si podía sentarse a mi lado. Este afable hombre era José Baldomero Ortega. Cabe anunciar que en el transporte colectivo ya no cabía ni un alfiler. Por mi parte asentí con una sonrisa y me aparté más de lo que ya estaba en ademán de ofrecerle comodidad a su petición.
Pasó un breve rato en silencio.
He descubierto que hay silencios incómodos y "silencios incómodos". Aquel era un "silencio incómodo" porque José y yo no nos conocíamos, pero estaba claro que teníamos que hablar, porque a José yo le picaba la curiosidad y porque a mí si se me pone un corazón que tenga algo que decir, me encanta escucharlo.
Finalmente, habló, no sé si su silencio era porque estaba reuniendo sus preguntas o si bien buscaba la forma de abordarme. El caso es que me habló y yo le contesté. No sé cómo empezamos a hablar. Aunque ahora creo que eso no era tan relevante.
Yo le conté de mí, de mi necesidad por cruzar una frontera muy lejana a la de mi patria, de mi corazón roto por ti y de los miedos que como hombre ya son fundados.
Y ahora diré que nunca me sentí tan escuchado como por el bueno de José.
José Baldomero Ortega, de cuyo nombre tuve que hacer esfuerzos para no olvidarlo a lo largo de estos años, era una de esas personas que la vida no le había tratado bien. Era devoto practicante evangelista, me contaba. Se sabía las palabras del señor con pasión, tanto que por un momento las sentí suyas. Creo que hasta llegó a intentar convertirme, de haber sabido mi postura al respecto ignoro si el bueno de José se hubiera atrevido a iniciar la conversación. Se había volcado en la religión pues por mucho tiempo «estuvo tentado por el diablo, e influenciado por él».
Su historia me parecía fascinante, y más allá de juzgar su fe, tan sólo podía dejar que intentara convertirme. José era hombre de bienes limitados, era pobre. Ese hombre tostado por el sol, chaparro, de sonrisa sencilla, con acento guatemalteco, un hijo universitario agnóstico y una mujer muy probablemente igual de humilde que él, era pobre y sin embargo no lo veía así. Quizá sus atavíos le daban credibilidad a sus palabras.
Hablamos mucho más, mi viaje era largo y al parecer el suyo también.
Me contaba del café y las plantaciones, del clima, de su ruta, de la mía, y sobretodo de Dios. Presente en casi cada una de las oraciones simples que cerraban sus exposiciones.
José se bajaría algo antes que yo de la guagua, pero antes intercambiamos algunas palabras de cortesía que eran verdad y me regaló algunas indicaciones para el proseguir de mi viaje.
El colectivo se detuvo en mitad de la carretera, José se puso en pie. Me miró ofreciéndome su mano, que estreché con gusto, y se despidió sonriente cargando su fardo y poniéndose el sombrero.
Me quedé observándolo desde mi lado de la ventanilla desde la que estaba. Sólo volteé una vez mi mirada mientras que el camión avanzaba, viendo como se quedaba en mi pasado José Baldomero Ortega con su fardo a sus hombros y el sombrero cubriéndole su mirada. Me senté pensando en las indicaciones de José y me dejé llevar.